La cuestión del juzgamiento de las graves violaciones a los derechos humanos cometidas en los años 70 y principios de los 80 ha sido un tema central en estos casi 40 años de democracia. La demanda de verdad y justicia, asumida activamente por gran parte de la sociedad civil, fue generando respuestas del Estado que, no sin dificultades, permitieron desarrollar uno de los procesos de justicia más vastos del mundo.
No bien terminada la dictadura a fines de 1983, el Estado argentino puso en marcha un proceso de justicia que se enfocó principalmente en los mayores responsables de la represión ilegal. En 1985 se llevó a cabo el juicio oral y público contra nueve comandantes de las juntas militares. Se trató de un juicio inédito, casi sin precedentes en el mundo, y fue sumamente importante para establecer los hechos. El tribunal condenó a cinco de los acusados y dio por probado que la represión ilegal, el secuestro, la tortura, el asesinato y la desaparición de personas habían formado parte de un plan sistemático impulsado desde el Estado, con todos sus recursos. El juicio vino a ratificar las conclusiones de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), una comisión de la verdad también creada apenas asumió el nuevo gobierno y que, luego de un arduo y veloz trabajo, publicó el informe conocido como Nunca Más en el que describió de una manera muy precisa las características centrales del plan represivo y los delitos cometidos.
Poco tiempo después se inició una etapa de retracción del poder punitivo mediante la sanción de ciertas normas -leyes de punto final, obediencia debida e indultos presidenciales– que fueron impidiendo los juicios y el cumplimiento de las condenas. Estas normas, sancionadas entre 1986 y 1991, consagraron una etapa de impunidad de la que Argentina logró sobreponerse a partir del nuevo siglo.
La anulación de las normas de impunidad y la reapertura de los juicios fue un proceso gradual que comenzó con un fallo judicial en 2001, la sanción de una ley en 2003 y un fallo de la Corte Suprema en 2005. Los fundamentos de estas decisiones se apoyan fuertemente en argumentos de derecho internacional y en la consideración de los hechos como crímenes de lesa humanidad.
Ahora bien, más allá de la remoción de los obstáculos jurídicos, la puesta en marcha de un proceso de justicia que debe abarcar miles de hechos y de responsables no fue sencilla. Por un lado, Argentina optó por llevar a cabo los juicios con los tribunales penales ordinarios y con las reglas procesales comunes. Esta elección permite prevenir los posibles cuestionamientos que podrían generarse frente a la creación de tribunales creados ad hoc o procedimientos especiales. Claro que la intervención de tribunales no especializados y no habituados a juzgar hechos de criminalidad masiva implica enfrentar importantes desafíos metodológicos y de organización. A estas dificultades debe sumarse la resistencia, muchas veces por motivos ideológicos, de integrantes de los órganos judiciales.
Los primeros años de la reapertura de los juicios fueron particularmente difíciles. Por un lado, debe entenderse que no se trató de una reapertura planificada y decidida de manera centralizada; fue un proceso gradual en el que se fueron abriendo investigaciones sin mucha certeza acerca del futuro y sin una metodología de trabajo diseñada para hechos de tanta magnitud. Inicialmente muchos tribunales, en lugar de adecuar la metodología de trabajo a la escala del fenómeno criminal, hicieron lo contrario: se intentó adecuar el fenómeno criminal a la metodología de trabajo habitual, ya conocida, esto es, la tramitación de casos individuales o de grupos de casos relativamente pequeños. Esto implicó una tendencia a descomponer en fragmentos pequeños un fenómeno criminal complejo y de gran envergadura.
Frente a este panorama, se intentó, especialmente desde el Ministerio Público Fiscal, impulsar ciertas pautas de trabajo para mejorar la metodología de tratamiento de los hechos, para agrupar las investigaciones según denominadores comunes (así, por ejemplo, analizar en conjunto los hechos ocurridos en un centro clandestino de detención o en un área territorial determinada). Por otra parte, se fueron elaborando documentos sobre temas jurídicos relevantes para el impulso del proceso; por ejemplo, sobre el análisis dogmático de los principales tipos penales aplicables en estos casos, la consideración de las privaciones de libertad en ciertas condiciones como tortura, y el juzgamiento de los abusos sexuales cometidos contra personas secuestradas.
A su vez, en casi todas las regiones del país donde se fueron reactivando las causas, se fueron creando grupos de trabajo especializados a cargo de fiscales, que fueron asumiendo un rol protagónico en el proceso, aun pese a la ausencia de un sistema procesal acusatorio (o adversarial). Estos equipos funcionaron como fiscalías especializadas que comenzaron a trabajar coordinadamente a partir de su interacción, apoyo y seguimiento constante de una Unidad Fiscal central, con sede en la Procuración General de la Nación, órgano de gobierno de todo el Ministerio Público Fiscal. De este modo se buscó implementar de manera bastante uniforme en todo el país un modelo estratégico de impulso de los procesos por crímenes contra la humanidad orientado al aprovechamiento máximo de la prueba para el rápido arribo de la mayor cantidad de casos e imputados a la etapa del debate oral, con la menor exposición de testigos posible. En gran medida, estos criterios fueron aceptados por la mayor parte de los tribunales federales, lo que permitió ir desarrollando juicios más grandes en cantidad de acusados y de víctimas.
En el ámbito del Poder Judicial de la Nación, también se observó una política de promoción del proceso de reactivación. Fundamentalmente, a partir de la jurisprudencia de la Corte en casos testigo y del mensaje reflejado en algunas acordadas emitidas como cabeza institucional del Poder Judicial de la Nación, donde se advirtió a todos los jueces federales del país sobre la necesidad de imprimir mayor celeridad a estos procesos
También desde el Poder Ejecutivo se han realizado importantes contribuciones que acompañaron el desarrollo de los juicios. Por un lado, a través, de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, que ha venido actuando como querellante en centenares de procesos en todo el país, demostrando el especial interés en el juzgamiento de estos crímenes aberrantes como política de Estado. Pero, más allá de ello, el Poder Ejecutivo ha puesto en marcha numerosas agencias y programas que vienen colaborando con los procesos de diferentes maneras, por ejemplo, en materia de protección y asistencia a testigos y víctimas, archivos documentales, e identificación de desaparecidos mediante muestras de ADN.
En suma, el trabajo realizado desde los distintos poderes del Estado, principalmente el de fiscales y jueces que intervinieron en los procesos, los querellantes, las víctimas y organismos de derechos humanos que han impulsado las causas desde el primer día, y todas las instituciones involucradas, ha permitido un crecimiento exponencial de la actividad procesal en todo el país, tanto en la etapa de investigación, como en la cantidad de juicios realizados y condenas logradas.
¿Cuál es el panorama actual, qué nivel de desarrollo se ha alcanzado? El avance general y la actividad de estos procesos pueden verse reflejados en algunas cifras: por ejemplo, según los informes de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad (PCCH), encargada del seguimiento de los juicios, vemos que en 2010 existían 66 condenados, mientras que para noviembre de 2021 ya se había logrado la condena de 1044 personas en 264 sentencias. A esto se suman 162 absueltos en juicio oral y público. Además, por entonces había 19 debates en curso y otros 67 aguardaban fecha de inicio. A junio de 2021 existían 2321 personas en investigación, con distintos grados de avance procesal.
Los juicios han venido abarcando toda clase de hechos y autores: se ha juzgado a autores mediatos y directos, con diferentes grados de participación en los hechos, a integrantes de las diversas fuerzas armadas y de seguridad, pertenecientes a distintas jerarquías en la cadena de mandos y también -aunque en menor medida- a jueces, fiscales, empresarios y eclesiásticos.
En este marco, se destaca, por ejemplo, que, de acuerdo con un relevamiento realizado por la PCCH, hacia fines del año pasado se contabilizaban 59 personas investigadas por su intervención como integrantes del sistema de administración de justicia en crímenes cometidos durante la última dictadura. Trece imputados obtuvieron sentencia -11 condenados y dos absueltos-.
El camino es más arduo en el ámbito de la responsabilidad del sector civil y, en particular, del sector empresarial. Si bien existen varios procesos avanzados y algunas condenas, como, por ejemplo, las registradas contra dos gerentes de la empresa Ford por los delitos cometidos contra 12 empleados de la automotriz, en muchos casos se han observado serias dificultades para el avance de los procesos. Un caso paradigmático probablemente lo sea el del empresario Carlos Blaquier. Luego de una parálisis de seis años de las investigaciones que lo involucraban, finalmente, el 8 de julio de 2021, la Corte Suprema dictó un fallo que permitió la reactivación del proceso. Este y otros casos en los que no hubo avances o se revocaron condenas de empresarios muestran una mayor resistencia para el juzgamiento de sectores económicos poderosos que colaboraron y se beneficiaron con el terrorismo de Estado.
El proceso de juzgamiento también ha ido ampliando sus horizontes en lo que respecta a la clase de delitos investigados. En este aspecto, resultan especialmente significativos los avances en el juzgamiento de la violencia por medios sexuales, faceta del terrorismo de Estado que en los primeros años se encontraba claramente invisibilizada. En el primer juicio a las juntas militares no existieron condenas por delitos sexuales, pero con la reactivación de los procesos esta temática fue tomando protagonismo poco a poco y de manera creciente en los últimos años.
Ciertamente, en 2012 la Unidad Fiscal especializada de la Procuración General de la Nación emitió un documento titulado Consideraciones sobre el Juzgamiento de los Abusos Sexuales Cometidos en el Marco del Terrorismo de Estado, donde se problematizaba esta cuestión y se mostraba la deuda de la justicia en esta materia. Para ese entonces, había sólo una condena por agresiones por medios sexuales, y para marzo de 2021 se contaba ya con 121 condenados por esta clase de delitos, en 36 juicios celebrados en 18 secciones judiciales del país, por hechos cometidos contra 136 víctimas (112 mujeres y 24 varones).
Vale acotar aquí que el 13 de agosto de 2021 se dictó una sentencia condenatoria por los delitos sexuales cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los centros clandestinos de concentración más sangrientos, por el que pasaron miles de desaparecidos. Ya se habían realizado varios juicios por las detenciones, tortura y homicidios cometidos en ese lugar, entre ellos, el más grande de la historia argentina, que luego de cinco años de audiencias concluyó con una sentencia respecto de 54 imputados (48 condenados) con relación a 789 víctimas. Sin embargo, recién ahora se pudieron juzgar algunos de los abusos sexuales y violaciones a las que se sometieron a las víctimas de ese centro clandestino, en tanto delitos autónomos del tipo penal de tormentos, figura en la que hasta el momento quedaban subsumidos los hechos. En esta sentencia se condenó a dos imputados por la violencia por medios sexuales ejercida contra tres mujeres. Sin dudas, el pronunciamiento judicial representa un paso hacia delante, pero a la luz de la magnitud del fenómeno en el sistema represivo implementado en ese y otros centros clandestinos a lo largo de todo el país, al mismo tiempo nos debe llamar la atención sobre el importante trabajo que aún queda pendiente en esta materia.
Si bien podemos hablar de un proceso de juzgamiento ya consolidado a nivel nacional, no dejan de enfrentarse varias dificultades. La más importante es la lentitud de los procedimientos. A modo de ejemplo, se advierte que uno de los principales problemas que caracterizan al nuevo escenario es la excesiva demora, particularmente en la etapa recursiva. En efecto, entre el requerimiento de elevación a juicio y el pronunciamiento de la Corte Suprema que otorga firmeza a las sentencias transcurren, en promedio, cinco años y cuatro meses, mientras que entre la sentencia de los tribunales orales y la sentencia correspondiente de la Corte Suprema pasan en promedio tres años y seis meses.
La conclusión del proceso de juzgamiento en tiempos razonables evidentemente reclama, entre otras cuestiones, que las máximas instancias del Poder Judicial, como la Cámara Federal de Casación Penal y la Corte Suprema de Justicia de la Nación, se aboquen con urgencia a la resolución de los recursos pendientes. El problema del tiempo es particularmente relevante, dado que se trata de procesos aún en trámite por hechos cometidos hace más de cuarenta años. Obviamente, muchas víctimas, testigos e imputados tienen una edad avanzada, por lo que se corre un serio riesgo de que la justicia llegue demasiado tarde.
A modo de balance final, puede decirse que Argentina transita desde hace años un proceso de juzgamiento sumamente extenso, que se ha consolidado en todo el país y ha mostrado avances muy relevantes. Aún queda una gran cantidad de causas en etapa de investigación y muchos juicios por realizar. El tiempo transcurrido desde la fecha de comisión de los delitos hasta que se produjo la reactivación de los juicios impone un escenario que hace cada vez más urgente la agilización de los procesos.
Pablo Parenti, fiscal en causas de lesa humanidad. Titular de la Unidad Especializada para Casos de Apropiación de Niños Durante el Terrorismo de Estado, del Ministerio Público Fiscal de la República Argentina.
Iván Polaco, auxiliar fiscal en causas de lesa humanidad, Ministerio Público Fiscal de la República Argentina.